Artículo de David Jiménez
Publicado en el Diario El Mundo, Edición impresa
Miércoles, 12 de marzo de 2003
Las escaleras que llevan al templo están llenas de jóvenes esperando su turno con los torsos desnudos. Al final de la cola se encuentra, cruzado de piernas y envuelto en su túnica naranja, el monje Pao. «Nosotros no preguntamos en qué utilizan estos hombres sus poderes, pero para que los tatuajes funcionen se deben cumplir los principios budistas de no matar, no robar, no cometer adulterio, no mentir o no beber alcohol», dice el religioso levantando el tono para que todos puedan escucharle.
Pao tiene junto a él sus utensilios de trabajo: una aguja de 60 centímetros de largo y un bote lleno de tinta mezclada con hierbas chinas y veneno de serpiente. Dos hombres ayudan a sujetar a los voluntarios que se retuercen de dolor mientras Pao graba en su piel, lentamente, escrituras antiguas en jemer y dibujos de fieras salvajes.

En los últimos 20 años más de 5.000 personas han sido tatuadas en Bang Phra.
Muchos vuelven a por más dibujos convencidos de que sumarán nuevos poderes o reforzarán los que ya tienen. Pradaaji, un ex convicto que ha cubierto el 70% de su cuerpo en 12 años de sesiones, asegura que ésta será la última vez. «En este tiempo he tenido accidentes de moto, peleas, me he caído por la ventana de casa y no me ha pasado nada», dice mostrando los tigres que adornan sus pechos.¿Profesión? Tampoco «es asunto suyo».
Lo normal es que los recién tatuados busquen pelea nada más salir del templo para poner a prueba su nueva arma secreta. Si la leyenda no deja de crecer es porque aquellos que no encuentran protección rara vez viven para contarlo. «La magia sólo funciona si crees de verdad en ella», aseguran los peregrinos justificando fallos pasados. Aunque el templo de Bang Phra fue construido hace 326 años, la práctica de los tatuajes empezó hace cuatro décadas.Viéndose desbordados por los visitantes, los monjes fijaron el último sábado de febrero como el día de peregrinación.